Compromiso ético y estético del autor teatral.
Introducción
Antes de nada, pido disculpas pues esta conferencia, de carácter teórico, no podía ser de otra manera, está contaminada por mis vivencias de autor teatral. De manera que para apoyar ciertas argumentaciones resulta difícil evitar referencias a obras de la cosecha de uno. Espero que las alusiones sean mínimas, pero es el riesgo cuando uno asume a la par el papel de teórico y de autor.
El autor teatral
Antes de reflexionar sobre qué entiendo por compromiso ético y estético del autor teatral desearía indagar, aunque fuere de forma rápida, sobre la naturaleza del autor de teatro o al menos sugerir una definición del mismo. ¿Qué es una autor teatral?, me pregunto a mí mismo. Aquí cabe un abanico de respuestas. Escojamos una no leída o al menos una definición que obligue a poner el ojo del análisis en el ombligo de la cuestión. De tal modo un autor teatral sería alguien que se dedica a escribir para el actor. Porque escribir directamente para la escena sin pensar en el actor roza un riesgo que podría ir en detrimento de la teatralidad de la obra. Escritores hay que escriben para la escena como si escribieran para otra disciplina, para otro medio. Y su lenguaje posee visos del lenguaje narrativo. Narrar, describir, disertar, contar la acción, negársela visualmente al público, son formas de expresión que tienen perfecta acogida en el seno materno de la narrativa. El lenguaje teatral es otra cuestión, debe estar al servicio de un conflicto que se desarrollada delante del espectador, un conflicto teatral con dos testigos: el ojo y el oído del espectador, un conflicto que nace delante del púplico justo cuando éste ocupa la butaca, en esa unidad de tiempo, no antes ni después. Si parte de la acción se desarrolló fuera de la percepción del espectador, el ritmo de la obra se ve obligado a paralizarse para que el actor deje prácticamente de actuar para convertirse en un narrador que "cuenta" al público a traves de la oralidad el fragmento de acción que le fue escamoteada. El público de teatro se supone que no viene a que le cuenten una obra, sino a presenciarla, presenciar una acción teatral y no sólo oirla, tampoco verla, sino ambas cosas a la par. Yo puedo a través del tabique de la pared oír a mi vecino de al lado, pero no veo lo que le pasa. Para lograrlo debería hacer un agujero en la pared e introducir el ojo. Pongamos que lo hago: ahora ya puedo presenciar lo que impedía el muro: conflictos, pasiones, amores, desamores... Ese es, a mi modo de ver, el objetivo del lenguaje teatral cuyo vehículo es el diálogo, por eso en teatro se requiere un diálogo con garra, sintético, ágil, potente, expresivo, original, que sorprenda y que al mismo tiempo suene "a realidad coloquial". De ahí que los mejores dramaturgos suelan tener alma de actor y de ahí que más de uno domine el oficio del comediante: Shakespeare, Molière y Darío Fo podrían ser tres ejemplos válidos. El autor que domina el lenguaje teatral, que adueña el instinto de la teatralidad sabe bien que no es igual escribir para la escena que desde la escena. Y cuando se escribe desde la escena no implica necesariamente vivir y respirar atmósferas de escenarios reales, sino vivir en otros escenarios instalados en el inconsciente del dramaturgo. Éste, ante su asombro, es propietario de un teatro de bolsillo en lo más hondo de sus entretelas y se ve a sí mismo contemplando puestas en escenas que se suceden en tiempos cíclicos bajo estallidos psíquicos que lo empujan a ocupar un patio de butacas con un asiento: el suyo. Atisba en soledad, presencia, ve puestas en escena y luego las transcribe. ¿Es simplemente un copista de realidades escenográfícas que se suceden en un punto recóndito de una neurona? ¡Quién sabe!
Pero retomemos el hilo sobre este curioso oficio de escritor basado en no poder dirigirse directamente a su último objetivo: el público. Un narrador, un autor de versos y poemas tiene, al menos al principio, un solo destinatario: el lector. Al autor de teatro le esperan dos públicos: actores y espectadores, además del potencial lector. Y debe tratar de manejar un lenguaje teatral que además exige ser elaborado para que se oiga, casi diría para que se vea, bajo unos focos. Un lenguaje para oír y ver. Si comparamos al novelista con el autor teatral nos topamos con unas diferencias de expresión notorias. El autor de teatro no dispone del regalo de doscientos o más folios para desarrollar una idea, contar una historia, crear unos personajes, enfrentarlos a través de un conflicto a fin de reflejar un fragmento de existencia ligado a nuestro presente o devenir histórico. El autor de teatro dispone a lo sumo de dos horas, es decir, algo más de sesenta folios para dar vida a un drama sobre el papel. Y tan sólo con una herramienta de expresión: el diálogo. De ahí que un autor si no es un virtuoso del diálogo pasará serias dificultades en crear una obra con plenitud teatral.
Aunque nos preguntábamos qué es un autor teatral. Para Nietzsche, alguien capaz de sufrir una metamorfosis y vivir en otros cuerpo y en otras almas. En lo que a mí respecta, un autor teatral debería ser la feliz fusión del poeta dramático con el pensador. Más adelante intentaré matizar la importancia de ambos elementos y por qué poesía y pensamiento debieran anidar en el universo mental del dramaturgo.
Incidiendo sobre el autor
A la hora de escribir una obra de creación son diversas las actitudes que pueden adoptarse en función de la calidad intelectual y humana de quien tiene por hábito embadurnar folios. Respecto al autor teatral hay a su vez diversos compromisos, por ejemplo, un compromiso con la taquilla, un compromiso con servir al público, es decir, adoptar una actitud de servidumbre con el mismo. Aquí suele surgir un tipo de obra que viene a ser algo similar a un menú a la carta: sepamos los gustos estéticos del público y elaboremos el plato teatral para complacerlo. Escribo para mi público, añaden otros, trato de entretener a mi público, de hacerle pasar un buen rato. Son declaraciones de principios oídas y altamente significativas sobre la naturaleza de su autor. Ese escribir para mi público lleva en ocasiones, demasiadas, a elaborar obras de escasa ambición temática y estética y da como resultado funciones más o menos banales, pues se parte del principio de que el público lo que desea es distraerse, no pensar y no hay que aturdirlo con propuestas de cierta trascendencia, pues bastante lo agobia ya la problemática de su propio existir. Nos encontramos aquí con un teatro que a veces oculta el escaso compromiso ético y estético de su autor y la banalización de sus propuestas viene a ser un reflejo de su frivolidad. También esta clase de teatro escrito tiende a fotocopiar el propio lenguaje de la vida cotidiana, inclusive el más realista y burdo, en la convicción de poder captar mejor la atención e interés del publico. Es más difícil y exige mayor creatividad darle la vuelta al diálogo coloquial como hizo el propio Valle-Inclán, creador de lenguaje, que hizo pasar por el filtro de la fantasía del esperpento el lenguaje del sainete para elevarlo a categoría estética. Pienso en su obra Luces de bohemia. Desde una perspectiva de lenguaje y renovación teatral se puede admitir que Benavente escribía para el público y Valle-Inclán contra el público. Esta aseveración más que suponer una verdad conceptual rotunda, sirve par expresar dos actitudes ante el hecho artístico. Es evidente que en la producción de Benavente (con una gran obra: Los intereses creados) no se percibe un afán por revolucionar el lenguaje teatral heredado, y en Valle-Inclán, sí. En su tiempo, Benavente fue un autor de éxito, sacado alguna vez a hombros del teatro luego de un estreno. Margarita Xirgu dijo una vez a Valle algo así como: anímese, don Ramón, ya tenemos diez personas en el patio de butacas y podemos empezar la función. Escribir contra el público puede resultar un compromiso con el mismo, una forma de respetarlo.
La sensibilidad hacia las expresiones de vanguardia tal vez sea inherente a la forma de ser, de ver la existencia y la actitud ante el acto creador. De forma espontánea hay como un convenio con uno mismo de ir un poco más allá del microcosmos teatral que todo autor aloja en su interior. El porqué cae uno en las redes de la conciencia vanguardista es un misterio, de entrada el camino es árido. La obra de vanguardia se muestra como un mundo estético a explorar mientras se flota en el vacío, de ahí que los soporte sean mínimos. Y entonces cabe preguntarse: ¿qué ocurrirá con la historia a inventar, el personaje a dibujar, el conflicto a desarrollar, una idea a localizar a fin de ofrecer una muestra de la hora fugaz e histórica que nos tocó en suerte?
Compromiso ético
Decía Einstein: Si llegamos a ponernos de acuerdo sobre algunas proposiciones éticas fundamentales, otras podrán ser derivadas de ellas. Siguiendo esta premisa me permito señalar que si aceptamos que el arte de evasión, el arte del puro entretenimiento va contra la idea de un arte integral, con altura moral, habremos dado un paso adelante y facilitaremos que el creador se vuelva más exigente consigo mismo, más solidario con su tiempo. De él esperamos una forma de escritura teatral con temáticas enraizadas en el desarrollo social y humano. Con esta actitud, quizá orille la quimera, pero un autor sin una utopía en el bolsillo es, desde mi punto de vista, un autor que rehúye su compromiso con su tiempo. Podría argumentarse que todo arte lo sustenta una moral; aunque también es verdad que existe arte banal y arte vinculado con los intereses más caros del ser humano. ¿Qué autor puede, en conciencia, darse el lujo de desaprovechar esa oportunidad única que suponen las dos horas cedidas por el espectador para que su ocio resulte una óptima inversión cultural y no un fraude?
Objetivos del compromiso estético
Mejorar nuestra hora histórica a través de la creación teatral supone a su vez despertar nuevos grados de lucidez en el espectador. El compromiso moral lleva al autor a reflejar su tiempo desde un punto de vista humanista y crítico. Y el autor se comunica con la escena a través de la reflexión y de las emociones humanas.
Es decir, el autor intenta alcanzar el corazón y la mente del espectador y, por tanto, provocar a través del lenguaje teatral un impacto sensorial e intelectivo.
El valor ético del drama consiste en hacer de la obra un espejo donde mirarnos. El valor ético eleva la exigencia estética del espectador con respecto a la obra teatral. También desarrolla su conciencia crítica. Y el autor, consciente de su responsabilidad, se ve abocado a dramatizar grandes temas que le hieren: derechos humanos; libertades individuales y colectivas amenazadas; insensibilidad ante el drama del Tercer Mundo; indiferencia ante el racismo; xenofobia; pasividad ante la instrumentalización de la violencia como materia prima de producciones audiovisuales; insolidaridad con los desheredados en los propios países industrializados; mujeres y niños maltratados en el hogar, soledad e incomunicación en las grandes urbes en plena era Internet...
La fuente de temas donde orientar su mirada crítica el autor se nos antoja inagotable, y si arte es lo que deleita y mueve el pensamiento, el autor debería llevar estos contenidos entre otros a sus creaciones dramáticas.
Compromiso estético
Clasicismo y Vanguardia.
El compromiso estético nos lleva a asumir los logros de la historia del teatro y sumar tales conquistas a un lenguaje teatral de avanzada. ¿Y por qué asumir elementos del teatro clásico? Porque en ciertas vanguardias se intenta hacer tabla rasa con las aportaciones de los grandes maestros del drama. Se da la circunstancia de que a veces, excesivas, se tiende a ignorar los fundamentos que sostienen obras que el tiempo no pudo borrar de la memoria y por ello de nuestro patrimonio. ¿Qué cimientos sostienen a tales dramas? ¿Qué los hace eternamente vigentes? ¿Dónde están sus virtudes estéticas, sus bondades dramatúrgicas? ¿A qué se debe que obras escritas en la época de Pericles, evocando tragedias de Sófocles, u obras menos remotas: teatro isabelino, siglo de oro español... sigan estrenándose en los escenarios del mundo? ¿Es un capricho? ¿Un milagro? Todas estas obras contienen elementos en común. Señalemos un ingrediente: su poesía dramática. Son obras escritas por poetas dramáticos. No hace tanto tiempo, en la década de los años treinta, cuando García Lorca escribió Yerma la denominó poema trágico en tres actos, y a Doña Rosita la soltera, poema granadino del Novecientos. También en algunas de sus obras, incluía prólogos, como solía hacer Shakespeare, y Lorca se presentaba al público como el poeta-autor de la obra que iban a presenciar. Un teatro sin aliento poético empobrece la propuesta de su autor. Cuando un joven autor me pregunta de qué hay que extraer materia prima para escribir dramas, me aventuro a sugerir que debe alimentarse de su peripecia existencial, de la suya y la ajena, sin perder de vista las vitaminas que cede el cultivo del poema, el verso, libre o encorsetado. Cuando decidí dar el paso a la comedia musical, a su escritura, tuve necesidad de escribir la letra de las canciones. Mi deuda con la poesía es grande. Mis canciones, acertadas o desafortundas, las brindó el ejercicio poético. Cuando escribí en Nueva York El virtuoso de Times Square pensé que la obra debía abrirse con una poema a modo de canción y que por cierto recogiera la vivencia de una imagen urbana neoyorquina. Este es el poema:
La loca de Washington Square.
Una muchacha de ojos alunados/ hace jogging/ por la linde azul de un sueño,/ y una ambulancia,/ ojos de pulpo afarolado,/ la acosa a lo lejos./ Dejadla,/ es la loca de Washington Square,/ luce suéter negro// y medias de Arlequín./ ¿No la veis corretear/ bajo guiños publicitarios?/ Olvidadla./ Es una luna traseúnte/ paseando su utopía/ en un viaje sin retorno./ Vagabundos de color/ la miran sin verla./ Es la sílfide fugaz/ de un Harlem blanco/ que no cotiza en bolsa./ Dejadla./ Auriculares/ pegados a las orejas/ mecen su extravío/ con violines de ordenador./ "Me voy a suicidar"./ Thanks very much!,/ contesta un viandante/ de la urgencia/ con esmoquin de humo./ Viaja con su sombra/ y relumbra/ como un sol de noche,/ la paloma sin alas/ de Washington Square.
Hasta aquí el prólogo de El virtuoso de Times Square. ¿Y por qué una canción a modo de prólogo en una obra teatral? Tengo la intuición de sentirme con mayor vitalidad si voy cubierto bajo el paraguas de la poesía por el húmeda superficie del folio en blanco. Y ya inciada la travesía, ¿con qué bagaje contamos?
Salvador de Madariaga solía contar la siguiente anécdota. Un día se le acercó un joven de pocos años y le pidió consejo para ser orador. Madariaga parpadeó. Orador es alguien a quien se le supone una cierta trayectoria cultural y existencial y cuyos conocimientos o experiencia desea ceder a través de la oratoria. Su interlocutor, por lo visto, pretendía soslayar esa etapa de formación y pasar de inmediato al acto de comunicar no sabemos qué. También se oye decir a más un colega que el teatro clásico no le interesa, que él desea escribir teatro surrealista desde el inicio. Y esa actitud de instalarse en una poética teatral sin mirar la base, sin explorar los cimientos que sostienen los grandes dramas de todos los tiempos, sin beber y nutrirse de ellos, es una actitud, a mi juicio, desaconsejable.
Mi reivindicación del teatro clásico puede resultar paradógica desde una perspectiva de teatro de vanguardia. Pero, desde una utopía estética, ¿qué puede impedir al autor teatral de hoy tratar de fundir el teatro clásico con un lenguaje de vanguardia. Me parece una actitud suicida dar la espalda a los frutos del teatro clásico. Desde mi punto de vista, un autor de nuestros días, con deseo de renovar la escritura teatral, debería tratar de conquistar un lenguaje de vanguardia teniendo presente el legado clásico y no dándole la espalda.
Clasicismo. La historia
¿Qué puede aportarnos el teatro clásico? Si tomamos por referencia Shakespeare, podemos percibir los siguientes hallazgos: Una historia que contar. El teatro, al igual que la narrativa, permite a sus creadores desarrollar la capacidad de fabular. ¿Quién le puede negar al dramaturgo que él también puede ser un original contador de historias? ¿Por qué, pues, renunciar a un buen argumento que sin duda potenciará su creación teatral?
Y aquí no estaría de más no perder de vista los intereses máximos del actor. Pues el actor espera el momento feliz de que caiga en sus manos una buena historia. Lo espera el actor de teatro, de cine y TV. ¿Y aguarda en esa obra o guión que se le entrega una novedosa historia por un capricho actoral? Es obvio que no. Plantase ante el público o ante una cámara con un jugoso argumento es un sueño de actor. El actor tratará de seducirnos con un suceso humano de interés, sorpresivo, rico en situaciones imprevistas, por lo general, un episodio que arranca de una situación límite. Hace un momento decíamos que el actor sabe que puede atraer y magnetizar con su arte de actor si tiene una historia insólita en el bolsillo, un suceso humano conmovedor. Pero ¿y el público? ¿Por qué se sienta frente a un actor y lo contempla y vive sus ideas, sus peripecias existenciales? Quizá el público desea en ese instante ser seducido por la dimensión de otra realidad que no es la suya propia y que sólo puede hacerle llegar el buen oficio del comediante.
En la industria del cine, por ejemplo Hollywood, desde siempre se ha visto al consumado guionista como un óptimo olfateador de historias. No es difícil sorprender a un guionista, a un autor teatral o a un novelista rumiando la siguientes frases: "Tengo una buena historia entre manos", "mi mente le da vueltas a una historia", "creo que cacé un gran argumento", "voy tras las huellas de una historia", "se me escapó una original historia"...
Y hay tal repertorio de historias: la historia de un individuo, de una generación, de un pueblo, de un perdedor, de un soñador. La importancia, pues de enriquecer una obra teatral con una historia original se evidencia por sí misma. De ahí que no se comprenda bien ciertas tendencias de escritura teatral donde en alguna medida hay una subestimación de un sólido argumento en aras de otros logros dramatúrgicos o de otras poéticas asumidas. Desde mi punto de vista, subjetivo, cómo no, creo que existe una orientación equívoca a la hora de dejar en la cuneta el núcleo argumental, pues no sólo es compatible con otros contenidos dramáticos sino que contribuye a dar plenitud a la obra que se espera alumbrar.
Si insistimos en que el teatro clásico da una lección sobre la importancia de la historia en la arquitectura de la obra teatral es debido a que en ciertas vanguardias la historia como tal no existe, apenas hay argumento, de ahí la pobreza de situaciones. Al confrontar estas obras de vanguardias con otra clásicas, existe la certidumbre de que las primeras son piezas (así, denominadas, incluso, por varios de sus autores). Respecto a las segundas, clásicas, parecería un desatino considerarlas o aludir a las mismas con tal nombre. Es difícil imaginar a un estudioso serio llamando pieza a La tragedia de Macbeth. Sin embargo parece coherente referirse a Las Sillas de Ionesco como una pieza teatral. Incluso se bautizó al teatro de vanguardia como teatro situacional, en la medida en que el espectador se topa con una sola situación en el conflicto dramático, situación que permanece estática o crece de forma progresiva. En cambio, en el teatro clásico hay riqueza a de situaciones, propiciando un ritmo fluido en la forma de dramatizar el argumento, hasta el punto de que hoy día por lo general hay más posibilidades cinematográficas a la hora de filmar una obra clásica que una pieza del absurdo.
Hoy día las escuelas de escritura teatral pueden desarrollar un papel relevante en la formación de un autor y también pueden sumirlo en la más absoluta desorientación, por ello es alta la responsabilidad de los citados talleres. Es más, ya generalizando, ¿qué estética teatral se imparte a los jóvenes autores. Por supuesto que no en todos los cursos siguen las mismas directrices. Desde mi punto de vista se ha creado una determinada forma de escritura teatral, que por fortuna no es única, pero que se ofrece como si fuera una receta magistral para escribir relevantes dramas. En principio, el título de la obra debe ser cuanto más corto mejor, al igual que el dálogo de los personajes. Escribamos a vuela pluma algo al respecto.
Desencuentro
Un acto
Él: ¿Qué haces?
Ella. No sé.
Él: ¿Nos conocemos?
Ella: Quién sabe.
Él: ¿Vives por aquí?
Ella: Trato de vivir.
Él: ¿Vives sola?
Ella: Nací sola.
Él: Tu cara me es familiar.
Ella: Es posible.
Él: Frecuento este parque infantil.
Ella: Muy bien.
Él: Y me columpio.
Ella. Me parece perfecto.
Él: Y el pensamiento vuela.
Ella: Se me hace tarde.
Él: Espera.
Ella: Soy yo la que espera.
Él: ¿A tu pareja?
Ellaa: No.
Él: ¿Entonces?
Ella: Vine al parque infantil...
El. ¿Sí?
Ella: Necesitaba encontrar a alguien.
Él: Para ligar.
Ella: O destruir.
Él: No me jodas.
Ella (Extrae un revólver.)
Él: ¿Me has elegido a mí?
Ella: Sí. Sólo estás tú por aquí.
Él: (Ríe entre dientes.)
Ella: ¿Ríes?
Él: Es perfecto.
Ella: ¿Te despides de la puta vida riendo?
Él: Cuando me columpio...
Ella: ¿Qué?
Él: Pienso en utilizar sus cuerdas para ahorcarme.
Ella: ¡Mientes!
Él: pero nunca tuve valor.
Ella: Tratas de que no apriete el gatillo.
El. Dispara, por favor.
Ella: (Duda.)
Él: Hazlo, te lo ruego.
Ella: (Duda.)
Él: ¡Vamos! ¿A qué esperas?
Ella: ¡Vete al infierno!
(Oculta ella su pistola en el bolso y se aleja.)
Oscuro
Esta pieza de fácil escritura podría servir como metáfora de una cierta forma de escribir teatro que, a pesar de ser un lenguaje unidimensional, podría aceptarse si no fuera por su pretensión de ser un de los estilos más creativos a la hora de escribir una obra de teatro.
Si analizamos el texto Desencuentro podemos deducir de inmediato que de seguir la acción con los mismos elementos y recursos y aunque se embadurnaran cien folios en esa dirección no añadiría mayores valores a la pieza, que no obra. Esta forma de expresión teatral carece de historia. Es decir, no hay una gran historia que contar, la línea argumental es mínima. Ante esta crítica se suele alegar que el autor "no persigue contar ninguna historia". Tampoco existe creación de personajes. En este caso es obvio ni "El" ni "Ella" no son dos poderosas pinturas de personajes dramáticos. También aquí se tiende a alegar que el autor va por otros derroteros y tampoco le interesa crear grandes personajes. Sigamos. Tampoco existe en Desencuentro riqueza de acción teatral, es decir, su acción teatral es pobre. Ahora la réplica al comentario suele ser igual que las anteriores. Al autor la pura acción teatral, en el sentido tradicional del término, la descarta. Sigamos. Más que acción tetral en Desencuentro hay acción verbal y ante la escasez de acción teatral los personajes (un esbozo a lo sumo) los hace estar estáticos y la escena da una sensación de absoluta inmovilidad. La ausencia de elementos teatrales reseñados impide que la pieza desprenda un sentido de la teatralidad. La pieza "Desencuentro", aunque fue obra corta o larga más que que una obra es un diálogo. Y si toda la producción de un autor se basa en títulos parejos más que un autor teatral es un autor de diálogos más o menos teatrales. Aquí se podría decir que el cine parece tener más claro los conceptos. No es difícil ver en los créditos de un film las siguientes matizaciones: Idea de X o basada en la idea X. Argumento de T. Diálogos de F. Es decir que en una obra cinematográfica, en un guión, se da relevancia a estos tres contenidos. Se dirá que el cine es un trabajo de equipo, pero un gran guionista es alguien muy solicitado y valorado en la industria del cine. El guionista en el espectáculo teatral es el autor. Pero en el el mundo de las ideas estéticas, en el campo de la teoría teatral en concreto no siempre los conceptos están claros y suele haber, salvo excepciones, problemas a la hora de discernir donde hay un autor teatral y un autor de diálogos, dónde un escritor de teatro y dónde un poeta dramático, dónde un artesano y dónde un creador. Hay tanta dificultad en definir una obra teatral madura como el acto mismo de escribirla. Autores con mínima fantasía escénica, con pobreza de registros y escaso sentido de la teatralidad pasan por ejemplos a seguir. A veces me pregunto, ¿qué ocurriría si los dramaturgos fueran médicos cirujanos de del corazón y aquéllos que les regalan ditirambos tuvieran que operarse a corazón abierto? ¿Realmente acudirían a los autores que respaldan a la hora de ser operados o tal vez buscarían dramaturgos por ellos ignorados antes de que interviniera el anestesista? Suele haber frivolidad, ignorancia e intereses personales o de grupo a la hora de apostar por un autor. Si la sociedad va poco al teatro no sólo es por causa de la televisión y el cine. Cada función fallida de autor "sobrevalorado" o "blindado" supone un desencanto y un alejamiento de un número de espctadores de las salas. Los enemigos del teatro: cine y TV. son verdaderos, pero también sirven de coartada para ocultar otras causas de alejamiento de los escenarios. Y aludiendo de nuevo al tema de las vanguardias, quizá los autores jóvenes con sensibilidad por un teatro de búsqueda y experientación tengan más horizonte que nuestra generación en los circuitos de salas alternativas. Desearía que así fuera y que el experimentar por experimentar no llenara de teralañas dramatúrgicas a nadie de los que desean formarse con rigor como autores de teatro. La realidad es que los jóvenes autores con talento para la escena sólo a través de la práctica teatral, de los años y la experiencia podrán ir adquiriendo madurez como dramaturgos, paso a paso, lentamente, como exigen las artes para su dominio. Y estos jóvenes harán bien en no dejarse seducir por la palabra dramaturgia, término tan en boga cuya invocación parece ser suficiente para resolver toda clase de problemas técnicos y estilísticos que conlleva la compleja escritura teatral.
Clasicismo de ayer y hoy
Siguiendo el hilo conductor del teatro clásico nos conduce inexorablemente a darnos de bruces con otro de sus grandes pilares: la sólida creación del personaje dramático.
El personaje dramático
La columna central del teatro del Absurdo, por ejemplo, no es precisamente la creación poderosa de personajes. Del Absurdo no se puede esperar un Hamlet. Sus intereses estéticos, temáticos y de contenido van por otros derroteros. El Absurdo, con una original fantasía del juego fársico, nos brinda un teatro de situaciones al servicio de mostrar las paradojas, desesperanzas y contrasentidos de la existencia humana y lo hace con un lenguaje hijo de la farsa, del cine mudo, del lenguaje surreal y circense. Godot más que un personaje es un arquetipo, un símbolo del absurdo de la existencia, una actitud tragicómica a la espera de un mundo mejor que no llega. Si a un comediante con riqueza de registros le dan a elegir entre Hamlet y Gogo, ¿a qué personaje elegiría? ¿Quién de ambos le permitiría mostrar con mayor amplitud su universo creador de actor? ¿Dónde exhibiría mejor su virtuosismo actoral? ¿Cuál de los dos personajes posibilitaría un gran concierto interpretativo? Dejemos que el actor responda a esta interrogante.
¿A qué pues esta nostalgia por el personaje dramático lleno de registros y de riqueza psicológica? Quien más necesidad tiene del personaje es el actor. ¿Qué suele pedir y soñar un actor cuando le entregan una obra para el teatro o un guión para el cine? Un personaje con carne, dirá el actor. Un personaje vivo, con verdad humana, un personaje contradictorio, que vive, sueña, ambiciona, ama, sufre, piensa, con sus grandezas y miserias a cuestas, un personaje visto desde ópticas muy diversas, con sus luces y sombras, un personaje con un psiquismo propio que le permita a él, al comediante, mostrar sus registros, creatividad, es decir, que el personaje sea como una percha donde colgar sus más preciadas galas de actor. El actor, como artista que es, sueña también en alcanzar su plenitud. Detrás de toda creación actoral hay un personaje diseñado por un gran autor. En octubre del 1997, a raíz del estreno en Nueva York de Una Ofelia sin Hamlet, pude constatar que en Broadway aún se hablaba del impacto provocado por un primer actor al recrear el personaje de Willy Loman, el personaje de La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Era el acontecimiento de la temporada. El público teatral norteamericano conoce la obra de Miller casi de memoria, y al cabo de varias temporadas se repone y los grandes actores dramáticos ingleses o norteamericanos tienen la ocasión de mostrar su talla actoral, y no suelen desperdiciarla.
Cuando se apagan las luces del teatro y se ilumina la escena, el espectador sentado en su butaca lo primero que ve son figuras humanas bajo los focos, un proyecto de personajes en blanco, sin definir. A través del conflicto de la obra los personajes irán cobrando vida, perfil psicológico hasta el último oscuro o telón. Ahora bien, ¿cómo identificarse con tales personajes, cómo vivir sus vidas a través de ellos mismos, cómo conmoverse con esas criaturas de ficción y compartir sus situaciones límites si están débilmente bosquejados y resultan ser personajes difusos, lineales, planos, con escasos matices, tan borrosos que apenas sabemos quiénes son. En la medida en que el espectador sepa quién es el individuo que está sobre el escenario, qué representa, qué valores posee, qué visión tiene de la vida, qué nivel de solidaridad con sus semejantes, y conozca sus ambiciones, frustraciones, grandezas y miserias que le configuran como personaje y el público perciba a su vez la radiografía de su alma de individuo de ficción, en esa medida el espectador podrá interesarse por el destino del personaje a lo largo del conflicto de la obra. Nada más ajeno al ser humano que el destino de un desconocido. La verdad última del personaje se tiene que ver y el latido de su corazón, elevado o ramplón, oír. No se le da la mano a una sombra, pero hay esperanza de identificarnos con quien es víctima, por ejemplo, y ante nuestra presencia, de un acto de intolerancia. Si amamos a don Quijote es porque le oímos respirar y sentimos de cerca su grandeza espiritual y humana y su aspiración por un mundo más justo, utopía que arrastra a este loco genial a la deriva. En este plano, ¿quién puede cuestionar que Cervantes también reivindica desde la narrativa la poderosa pintura del personaje dramático.
Incluso a lo largo de la historia del teatro es fácil detectar la importancia de la creación del personaje por parte de sus autores más dotados, quienes incluso utilizan el nombre de los mismos para titular las obras. Antígona no es sólo el nombre de un personaje de Sófocles, tambiés es el título de la tragedia, como títulos son Edipo Rey, Electra, Otelo, Macbet, Rey Lear, Hamlet, Fausto, Celestina, Don Juan, Tartufo, Yerma...
Si volvemos a la cinematográfica, y más concretamente al guión, nos podemos encontrar, por ejemplo, con la opinión de Syd Field sobre el personaje. Field es uno de los profesores de guiones más solicitados del momento. Y dice al respecto: El personaje es el fundamento básico del guión, es el alma, el corazón y el sistema nervioso de la historia.
Hasta aquí Field. Ahora nos permitimos preguntar: ¿qué espera un actor creativo de un guión? ¿Acaso un personaje y una historia? ¿Un personaje para hincarle el diente? "Un personaje que tenga carne", dirá el actor. En el aspecto actoral, el personaje le va a permitir mostrar la plenitud de su creatividad. Sin personaje no hay actor, el arte del actor se diluye en el vacío de la borrosa figura de ficción creada. En cambio, cuando se funden en una misma unidad un gran personaje y un actor pletórico de registros, el público es el beneficiario y puede sentir un deslumbramiento. Al evocar la trayectoria de un actor, los logros de su carrera interpretativa, nos viene a la mente sus creaciones actorales basadas en la interpretación de personajes dotados de vida propia.
Retomemos el hilo conductor de la conferencia, es decir, del teatro clásico nos quedamos con su transfondo poético al que sumamos una historia que contar, la creación del personaje y la riqueza de situaciones integradas en el núcleo de una misma obra. Suelo poner el siguiente ejemplo para ilustrar lo último mencionado. Hay más posibilidades de filmar una obra de Shakespeare que una pieza de Samuel Beckett. Personajes y multiplicidad de situaciones de Shakespeare dan más juego obviamente al lenguaje cinematográfico, y podría resultar una paradoja, porque Beckett es hijo de la era del cine y Shakespeare no. Creo que esta realidad ilustra hasta que punto un teatro que asume todos sus contenidos, un teatro en plenitud, sea de la época que fuere, siempre resultará fuente inagotable para su trasvase a otros lenguajes artísticos: cine, danza, comedia musical, ópera... ¿Y por qué se da tal circunstancia? Ciertas tendencias del teatro de vanguardia llevadas al terreno de la pintura equivalen a utilizar un color a lo sumo dos a la hora de realizar una obra pictórica. El riesgo pues de esos lenguajes teatrales es caer en un teatro mínimo en situaciones, con unos cuantos registros, que llevados a la perfección nos cautiva, pero carecerán siempre de la riqueza dramatúrgica integral que permite una obra teatral plena, llámese clásica o contemporánea.
Y acabo mi disertación con esta última reflexión.
Teatro para y desde el escenario
Cuando presenciamos una puesta en escena es fácil percibir si la obra fue escrita para el escenario o desde el escenario. Con lo cual se establecen dos naturalezas de autores: el escritor teatral y el autor-actor. El primero a la hora de escribir teatro se caracteriza por hacer un teatro con una gran carga literaria, la acción verbal es la protagonista de la obra, lo narrativo y descriptivo planea y se extiende a lo largo y ancho del drama. Los actores se ven obligados, más de lo teatralmente aconsejable, a pronunciar largas parrafadas y contar la obra más que a vivirla a través de una acción teatral. El instinto teatral es sustituido por el sentido literario. Se trata, pues, de un teatro escrito para el escenario, es decir, desde fuera del mismo. El autor en este caso no suele ser un hombre de teatro, sino un escritor cuya vinculación con la escena termina con la escritura y entrega de su obra. Por lo general, siempre habrán excepciones, tales autores no tienden a participar de la vivencia del escenario y si se acercan a los proscenios adoptan una actitud más bien pasiva. Incluso autores hay pendientes de que se respete hasta la última coma de su obra. En estos casos la experiencia actoral y la dirección escénica le son un tanto ajenas. Por el contrario lo escrito desde el escenario deviene en un teatro marcado por el instinto teatral del autor, es decir, un teatro para actores fruto de un actor, de una pluma con naturaleza de comediante al margen de si ejerce la profesión de intérprete. Un teatro escrito desde la escena conlleva una complicidad y un juego teatral entre sensibilidades actorales. Tales obras llevan el sello implícito del dramaturgo-actor. Y de tal guisa el actor percibe de inmediato que la obra que tiene entre las manos es "cosa de colegas". Hay en el núcleo de la misma un sentido de la teatralización, una propuesta de contrastes escénicos, una forma de hacer escena con la pluma como diría un gran crítico teatral, y aquí ya no hay lugar para largas parrafadas al margen de la acción central, ni para elucubraciones introducidas en el contexto de la obra, ni cabe escamotear la acción del drama al espectador para, a cambio, "contársela". El público ve y oye a la par los contenidos de la obra y la obra nace, crece se desarrolla y llega a su clímax final delante del espectador. En el teatro literario el público oye en exceso y visualiza poco. He aquí la diferencia que hay entre un teatro para el escenario y un teatro creado desde el escenario, aunque ese escenario por lo general es un teatrillo instalado en un punto del inconsciente donde se suceden puestas en escena de manifiesta teatralidad. De tal manera el dramaturgo-actor viene a ser una correa de transmisión entre un escenario de la intimidad del ser y un local con focos y taquilla abierta al público.
A través de estas reflexiones he intentado, no sé si con fortuna, hacer hincapié en la importancia del autor teatral dentro del universo escénico, pues se repite con asiduidad que sin actor no hay teatro; aunque se repite poco que el teatro deja de existir cuando el espectador se desconecta de la escena.
Resumiento, el compromiso estético debería llevarnos al concepto de un teatro total, donde la reflexión sobre la condición humana y el compromiso ético fueran de la mano.